miércoles, 24 de septiembre de 2008

Nunca pensé...

Que íbamos a estar tan lejos y tan cerca, ustedes allá pasando frío y nosotros aquí un calor de infierno, un infiernito soleado de helio sin derretir, océano por medio con esas nubes cúmulos nimbos en la mediana y alta atmósfera que dificulta verlos en forma recta porque dichosamente la tierra en que vivimos es redonda como una naranja apolismada y yo no puedo distinguir las imágenes con mis catalejos de mirar ventanas y azoteas desiertas...

Que tendríamos aquí viviendo debajo del mismo techo dos perras y el espíritu de muchos perros más danzando en las noches de silencio, noches de barrio en las que los serenos no pasan a encender los mechones, ni pasan los policías ni los transeúntes sino los ladrones de autos y las prostitutas baratas, que se confunden con el hedor de los tanques de basura de la esquina, los perros callejeros que nunca han ido a una consulta de veterinarios, los murciélagos volantes, las luciérnagas ciegas, los mosquitos depredadores y asesinos, los insectos de todo tipo, las babosas que se arrastran buscando el rocío para esconderse, los gatos cazadores que se revuelcan encima de los techos de zinc calientes detrás de los ratones intrépidos y asustados...

Que vendrían los ciclones a todo galope como manada de caballos salvajes o langostas devoradoras de hojas a cercenar las cabezas y los tallos de los árboles bajo la lluvia goterona y el aire violento empeñado en sepultarnos bajo los escombros de las casas endebles, de las paredes incapaces de resistir, en medio de las voces de los guías que indican la retirada a lugares seguros, la gran marcha hacia las elevaciones donde podernos proteger, las poderosas voces que convocan a salir de las cuevas y encabezar la búsqueda de las cosas que se han perdido y las que se van a perder, estos ciclones que aparecen en Junio y permanecen hasta Noviembre, ciento ochenta días del año amenazando con desaparecernos del mapa, hundirnos como cáscaras de nueces luchando contra el vendaval, como barcos de papel, polvo enlodado como si fuéramos marionetas o payasos de trapo a la deriva...

Que envejeceríamos geométricamente un año tras otro arrugándonos por todos lados sin ver la luz al final del túnel, sin salir de este mundo de orishas y creencias, que tendríamos manos y piernas, huellas dactilares, orejas y narices creciendo a medida que avanzáramos en las fechas por venir, almanaques para contar los días que nos faltaran para no verlos más, un acordeón que nadie toca, un piano que no se oye, el ruido del motor de un avión que pasa rasante bombardeando veneno contra insectos, el conteo de los frutos maduros de los cafetos, el herraje de las bestias, de nuevo las carretas, la hornilla de carbón, los fósforos y las velas...

Que íbamos a pasar un año completo sin meter el cuerpo en el mar y sentir cómo el agua salada nos hacía flotar, un mar tranquilo y no encrespado, un marazúl maravilloso maratónico sembrado de marpacíficos marcapasos maremotos, ese que es mayor que lo que conocemos como tierra y que nos comerá un día en venganza por la cantidad de sardinas y atunes que hemos devorado, camarones y cangrejos, tiburones y pargos de orilla, paellas y majúas, un marxismo sin olas, un marántony mariantonia martillo hermoso que no conocen los bolivianos que vienen a visitarnos y que no se quieren ir de él y sin embargo nosotros los marítimos no sabemos nadar, hacemos como que sabemos pero no, nos hundimos, algún día nos vamos a hundir como los mogotes de Pinar que estuvieron hundidos hasta hace poco porque allí en la cima de esas montañitas se encontraron caracolas, arbustos petrificados, dientes de ballenatos fósiles y eso prueba que lo que hundido estaba hundido estará...

Que se nos tupirían los poros de la piel de advertir que la basura no la sabemos recoger, una basura piramidal y elevada como el monumento de Fabelo a los tarecos que bota la gente en la calle, esa misma que querían comprar los japoneses que se llevaron una montaña de desechos en Centro América y la cambiaron por una bagatela de yenes. Los japo no querían hacer monumentos en Kobe sino reciclar un volcán para sacar metales, querían rebasurar la basura para hacer fertilizantes orgánicos pero no supimos venderle la mierda a los nipones y nos quedamos reciclados nosotros mismos apestosamente reciclonados y basurados, no previmos, nos embarramos y la basura creció y desbordó los tanques de basura y se produjo un enorme recipiente nacional para biogás en que por un lado entraba la basura y por otro salían llamaradas que servirían para calentar las calles cuando un día nevara en La Habana, una nieve blanca como nieve alemana cubriendo la cúpula del Capitolio, buena para la venta de trineos para que se deslizaran Rampa abajo como chivichanas de muchachos, una nieve nevosa nevera como los refrigeradores chinos lloviznaos que le dieron a la gente cuando cambiaron los rusos impud gastones, una nieve para rellenar los barquillos de helados de la Word, para hacer rasparaspa granizados de todos los sabores, una nevada que caería irremediablemente cuando este planeta que habitamos acelerara su movimiento circular y los días duraran 12 horas, la tierra girando como trompo sin música y el sol de helio que está en el centro del sistema solar apagándose como bombilla incandescente en bajo voltaje y viniera un frío infinito fricandó fricasé fricandel como el frío de los congeladores de papas gigantes y el de los freezers de los paladares y ante el llamado de la madre natura ni la última manada de osos polares cerveceros se podrían quitar de encima el frío de los glaciares y solo las esporas frígidas gélidas friolentas comenzarían a pestañear de frío, a tiritiesporear. Nunca pensé que al final de la película The End, Koniec nos convertiríamos en nada, una nada derretida y fétida como caca de baby, parsimoniosa, cálida, juguetona y esponjosa. Nunca pensé, de verdad, se los juro...

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