martes, 27 de mayo de 2008

Liatus Bartulo Syven

Tal vez ustedes piensen que voy a escribir una crónica sobre un poeta griego o un militar turco o un chipriota hijo de madre turca y padre griego o un astrónomo iraní o un libanés habitante de una isla canaria.

Nada de eso, por el nombre y los apellidos no se puede identificar al personaje porque incluso ni se trata de una persona. Es un escueto telegrama que Merecí Guirola Santoya recibió de un pariente en Centro Habana que lo invitaba a dejar el hambre y la persecución para que viniera a hacerle compañía allá por los años 30 del siglo pasado, una orden escrita de venir sin nada para La Habana a hacer cualquier cosa y a vivir donde fuera y que casi 80 años más tarde seguía colgada detrás de la pared del cuarto en que la muerte lo sorprendió aquel día.

Antes de pensar en el arte, la religión o la filosofía (dicen que dijo Marx) el hombre tiene que comer, vestir y tener un techo y, para eso, trabajar... Ese quid del asunto es lo más difícil de hacer ayer y hoy en día. De labor aprendida la esencia del hombre social (el trabajo) es labor rara y compleja no solo para conseguir sino también para mantener. Cuando uno menos se lo piensa lo dejan cesante o pendiente, viene algún jefe y le dice: "Se fue el proyecto nadando en la ola del río y nos quedamos fuera"... O simplemente aparece la cara del tipo que trabaja en recursos humanos y con una movida del dedo índice debajo de la barbilla alrededor del cuello nos dice aquella mueca del desempleo: "Cabeza cortada".

Y sin trabajo no hay salario, ese precio del valor de la fuerza de trabajo que es igual a tener una moneda en el bolsillo o en el banco o en la casa para con el papelito o el metal ir a comprar, digamos, gel de baño al timbiriche más cercano. Y si sirve el dinero para volver a trabajar (el hombre o la mujer que trabaja necesita reponer su fuerza de trabajo gastada), también se necesita para educar a los muchachos, pagar la renta, el teléfono y la luz y luego después con lo que sobre pensar en comprar uno de esos destartalados coches de motor que sirven para montar a toda la familia y pasear en tiempos de huelgas o motines.

Pero lo más importante es comer, desayunar, almorzar, merendar, degustar, tragar, mascar, convertir una materia prima dada en ese amasijo triturado que siempre debe bajar por el esófago hasta los intestinos y salir por donde el jején puso el huevo para convertirse en el cake de la boda, nadando en el agua albañal, detritus de ríos, de mares encrespados, pestilencia de cloacas o simplemente abono de flores o sólidos no deseados como se dice ahora.

Comer para vivir y no al contrario, para que aquel lugar oscuro, peludo y pestilente tenga también función que hacer, puchero que ejercitar y podamos decir después de esa elemental función corpórea y mental con gran satisfacción y desenfado: "Qué bien me siento ahora que he dado de cuerpo". Algo inusual en nuestros días, que la joven generación ni siquiera se imagina, "dar de cuerpo" es como gritar "¡Vae Victis!" en la esquina de 23 y M frente al torrente humano que sube y baja por La Rampa, algo que nadie sabe qué significa.

Pero de comer tampoco quiero hablar hoy ni de vestir, esos trapos que nos ponemos por encima cada vez más abultados cuando lo mejor sería en estas latitudes tórridas del sur que no lleváramos ropas encima, sino tan solo algún reloj, una cadena colgada en alguna parte del cuerpo y unas sandalias para soportar el asfalto de las calles y la arena caliente de la playa... Cero zapatos, medias, calzoncillos, camisetas, pantalones, camisas, gorras y espejuelos, cero medias, blúmers, sayas, ropa interior, blusas, sombreros, aretes y carteras... cero todo, solo piel con el sembrado de pelos en el cuerpo para desafiar la brisa del atardecer, la ventisca del mediodía o el ciclón de la mañana, como Dios nos trajo al mundo y nuestra madre nos parió para ahorro de la caja del dinero y victoria sobre los vendedores de ropas y ajuares.

De lo que quiero hablar es de la vivienda, ese increíble tabú que aún existe, ese empecinamiento en no querer reconocer que aquí mismo, al doblar de la esquina, existen los solares, las casas de familias pobres, los hogares de míseros, los lares de reconcentrados, de aquellos mismos que vinieron huyendo del hambre y que no tuvieron oportunidad de mejorar y siguen ahí entre las cuatro paredes increíblemente ventiladas de las caseronas antiguas, una casa donde vive Dios y no es una iglesia ni un ayuntamiento público sino una especie de casa de locos, de manicomio, de vecindad dividida en aposentos distintos y donde viven numerosas familias, una casa parecida a la mortuoria esa que te cae encima cuando se rompe el entramado de las paredes y del techo luego del aguacero portentoso de los ciclones, siempre después de haber salido el sol a calentar y rajar la cabilla y el encofrado, donde viven los que no tienen residencia mejor, allí donde nace el amor o la reyerta, la misma casa donde se vende y se compra sin portal, el tugurio que todavía existe, en la que la gente de bajos ingresos marginal, pernocta, se esconde, se hacina, llora y se ríe, come y ronca, baila y se muere, el hueco donde una ilusión se convierte en un infierno incontrolable, una pocilga sin jardín, cercas perimétricas o garaje, esa misma cuartería idéntica al "llega y pon", a la barriada de las yaguas, la guindajera de cartones y cucarachas, ratones y mosquitos, la del pregón ensordecedor, la que huele a alcohol y a perfume barato.

Estamos rodeados de barrios enteros que necesitan ser transformados en otra cosa de lo que son, donde nace y vive la gente, esa que nos saluda y nos recuerda: "Tú que viniste igual que yo, ¿cómo te hiciste de tu gabinete?"... o te pregunta: "¿Por qué no me tocó la suerte como a tí?". Y no tienes respuesta o solo aquella: "Esa suerte es loca y a cualquiera le toca"... O no decirle nada y seguir de largo...

Allí en la pared del cuarto oscuro y fresco está colgado el telegrama en el cuadro con cristales, unas letras que parecen un nombre y unos apellidos y que originalmente decían otra cosa: "Lía tus bártulos y ven". Y en vez de eso pusieron aquel extraño nombre y apellidos turco, árabe, hindú.

Hiciste el catauro, metiste cuatro cosas dentro de un pedazo de tela, la anudaste como pelo largo de mujer y viniste en el tren de la noche hasta el cuarto de solar y ahí te sembraste durante 65 años ó 23725 días, entre cuatro paredes, con tus amigos inseparables: la mesa, una silla, un camastro, tus santos y todo el barullo de cosas apiladas unas encima de las otras conversando con el telegrama... Un túnel de donde no pudiste salir vivo... Así es la vida Liatus... ¡Nohaymásná!

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Aguaya:
Deberias, supono lo has hecho o lo estas haciendo, guardar estas cronicas de tu viej y sacarlas al aire. Estan sencillamente geniales. Yo no se un carajo de Arte ni de Literatura, mas alla de algun que otro libro, pero la linea narrativa de tu viejo me encanta y me conmueve a la vez. Me saca la sonrisa en un parrafo que se quiebra al siguiente cuando vez la sangre estallar en la pagina, el dolor del pinchazo de las espinas al acercate demasiado a la rosa. No es para estimularle el ego, pero sus reflexiones son muy profundas.
saludalo de mi parte
Saludos desde TX

Aguaya dijo...

Julio, las estoy editando, sí, pero de verdad que no tengo idea de a dónde mandarlos... sobre todo por darle la sorpresa a él mismo :-)

Muy lindo lo que escribiste, se lo haré llegar cuanto antes1

Un abrazo desde Berlín!

Anónimo dijo...

Aguaya: ve a lulu.com..y hazle su librito. Le va a encantar..
Salidos
Julio

Anónimo dijo...

Hoy me dediqué a leer, por primera vez, lo que escribe tu padre (podrás darte cuenta porque los comentarios son de la misma fecha, ja,ja) y realmente merece la pena que se publiquen de alguna forma.
Gracias por ofrecernos la oportunidad de disfrutarlos.

Rosa dijo...

Me sumo a todo lo anterior. Hoy no puedo seguir, pero en cuanto pueda vuelvo. Besos mil.