La vejez es un estado del cuerpo y del alma (existe un alma que no esté en un cuerpo?), pero más de la segunda que del primero, según piensan algunos. En la medida que nos vamos poniendo viejos por fuera, también nos ocurre algo parecido por dentro, dicen otros. Sin embargo hay personas que nos hablan así por ahí: "Creerse joven es mejor que envejecer". O también: "Lo más importante es sentirse joven por dentro". O como cantaban hace unos años: "Joven puede ser quien lo quiera ser". De una forma o de otra, como quiera que Ud. lo mire (todo es según el color del cristal con que se mire?), el asunto de la juventud (ímpetu, arrojo, energía) y de la vejez (experiencia, calma, sabiduría común) viene preo y ocupándonos desde hace mucho tiempo.
De qué estamos hechos?... Se envejece día a día o de una sola vez? Es cierto que desde el nacimiento estamos envejeciendo, muriendo? Es este polvo cósmico vivo del que estamos hechos material o pura nada? Es sabido que a más años más arrugas, más tropezones, más rabietas, más malas pulgas, más calvicie, más canas, más dolencias, más achaques. Cuando uno es joven puede darse el lujo de subir de dos en dos los escalones hasta un décimo piso y por tanto todo lo contrario... En mis años mozos yo... Pero al grano, que aunque hemos dicho algo al menos sobre la vejez y la juventud (ese divino tesoro?), no hemos entrado en el tema de hoy...
Cuando niño en mi pueblo (aquel mismo de la gente de largos brazos, piernas cortas y nariz ñata) había una maestra a la que llamábamos "Lutgarda la Maestra". Yo quisiera encontrarme con alguien que recordara los apellidos de tan ilustre señora, siempre atenta, educada, orientadora, una pedagoga espontánea, seria y afable, en fin, "La Maestra"... la misma que llegó a cumplir 80 años y a quien todos respetábamos. Pero nadie se acuerda de sus apellidos. Estaba allí por las tardes sentada en su portal, viendo pasar la vida joven por delante, saludando y sonriendo como si estuviera calificando algún examen. Ella no dijo en su vida ni una sola palabra equivocada (ni una mala palabra), fue siempre comedida, señalaba el defecto en voz baja educando con su propio ejemplo, observaba la conducta y al mismo tiempo indicaba qué debíamos hacer. La gente decía que tenía un halo que la rodeaba: el del respeto. Cuando entraba en la casa el halo le seguía los pasos, cubriendo su contorno con cierta protección habilidosa.
Pero al tema... el asunto es que hace unos días vino a buscarme una ancianita de nombre igual y parecida a la otra, cosa curiosa porque enseguida que me dijo el nombre vino a mi mente la figura de mi maestra y comencé a creer que aquella teoría de la transmigración de las almas (y de los cuerpos?) debía tener cierta validez. Esta anciana era idéntica a la otra, cálida, serena, encorvada y silenciosa, se llamaba igual y era de cara la misma, venía nada menos que para solicitarme la acompañara a unas gestiones que tenía que hacer con su esposo (un anciano de barba hirsuta y de andar pacífico igual a ella) en la Habana Vieja. Hablamos, nos pusimos de acuerdo, precisamos la dirección, la hora, en fin... qué honor para mí transportar a la Sra. Lutgarda II la copia holográfica o al carbón de "La Maestra".
Ayer fui hasta esa casa en la cima de la Loma del Chaple, en la calle San Carlos, mira qué elevado viven, vericuetos, adoquines, diferentes aceras, como un cerro de Caracas, aquellas soledades, edificios inmensos, casas como castillos, puntales altos, silencio había, la tarde estaba como calmada, columnas gruesas, las azoteas, los escalones, subiendo lomas, vienen los pájaros, no hay pregoneros, el sol no quema, en fin aquel escondite por donde pudiera entrar la siembra de cualquier frijol mágico buscando la tradicional gansa de los huevos de oro... Y allí, entre las nubes en su castillo chapleano estaba Lutgarda II con su esposo Ceferino I esperando la recogida.
Montamos, nos fuimos, bajamos, subimos, en fin cambiamos de panorama municipal, de las portentosas y elevadas edificaciones sólidas todavía a las llanuras de la Habana Vieja, allá por la Lonja del Comercio, en plena Plaza de San Francisco, donde se huele la espuma del mar y salen volando las palomas multicolores asustadas por la explosión premeditada de una palmada que hace el caballericero de turno con dos maderos de cedro... Se bajaron del carro, se perdieron caminando entre la muchedumbre de turistas, en medio del laberinto de las calles adoquinadas, saludando a custodios, floreros, policías y transeúntes, ávidos del paseo y de la solución de la gestión que me habían solicitado... Los esperé el tiempo convenido pero no aparecían. Fui a buscarlos pero no estaban, se habían evaporado como espuma de jabón por el tragante del baño. Y en la espera me preguntaba: qué es la vejez?
Pregunté a los que estaban si los habían visto pero no habían visto a nadie por allí. Me hundí en las callejuelas, pasadizos, escaleras, comercios, museos, pero nada... nadie se había dado cuenta de que esos seres estuvieron alguna vez paseando de brazos siquiera cerca. "Son unos viejitos de lo más simpáticos", dije, pero un parqueador me respondió: "La inmensa mayoría de nosotros nos parecemos a ellos, pero esos que Ud. dice no están por aquí". Otra persona me alertó: "No se preocupe que la gente cuando se pone vieja se olvida que salieron de algún lugar y se meten en otro". Una doctora que pasaba sentenció: "En mi consultorio atiendo a muchos que ni siquiera saben qué día es hoy y vienen a verme como perdidos".
Era una prueba de que en la vejez existe cierta cuota de olvido, porque tampoco yo sabía, ya desde hacía unos años que iba olvidando cosas, sintiendo la arruga de la vejez comiéndome la cara no podía recordar eso mismo, probablemente sí el número del día, pero no el día de la semana... Por ejemplo: hoy es 15 pero no sé si viernes o jueves... Incluso se me pierden en el baúl de los recuerdos las calles, los nombres, recuerdo las caras pero se me olvidan los nombres... Le dije a la Doctora: "Y ese olvido es grave"? Pero la muchacha vestida de blanco se había marchado y no estaba o tal vez increíblemente me la había imaginado. La gente ya no estaba, se habían marchado todos y yo allí ahora dentro del tren presidencial parado sobre los rieles con la señora que explicaba: "El coche tiene dos similares, uno en México y otro en Estados Unidos pero aquí no están sus viejos". Tuve intenciones de preguntarle por Lutgarda II y Ceferino I pero cuando dijo eso el tren había también desaparecido y yo estaba apoyándome en la estatua del Caballero de París... viendo al tren alejarse, yo levantando mi mano de la mano del Caballero diciendo adiós al tren que se alejaba por la calle Amargura, mientras lo saludaban por Obrapía, Lamparilla, Acosta, Teniente Rey, saludaban el tren y me dio por sacar la cabeza y decir a los saludos: "Hola, aquí estoy en este tren tratando de encontrar a unos viejos...". Pero no pude porque estaba clavado como estaca agarrándome del dedo brilloso del Caballero...
Me empeñé en responder la pregunta de la vejez y entré a Corredores de Aduanas, a una Cadeca, la Plaza de Armas, El Templete, Bar Dos Hermanos, las lanchitas de Regla y Casablanca, la Alameda de mi nieta Paula, la Iglesia de ella misma, Sol, Muralla, San Ignacio, Cuba, Aguiar, Oficios, Mercaderes, Habana, la Catedral, el boulevard de Obispo... me subí hasta en el murciélago de Bacardí pero no daba con la respuesta. Madre santa y los viejitos no aparecían! "Por qué están vacías estas calles dígame Ud. por favor señor"? Y la explicación de un ujier en la Casa de la Moneda: "Están perdidos dos ancianitos que dicen estuvieron por aquí con cien doblones de oro". Y acto seguido el hombre se desvaneció en el aire que entraba desde la bahía y lo ví corriendo Obispo arriba hasta perderse en Monserrate debajo de los portalones del antiguo Centro Asturiano...
Una mujer me preguntó si yo tenía lumbre, pero le dije no por instinto, un no cenizo, apagado, como carbón mojado, mientras le repetía la palabra porque me había olvidado de su significado, me confundí con que pudiera ser un combustible encendido, una pieza de las armas de fuego, una parte de la herradura, un brillo o esplendor, umbral, eslabón, pedernal, yesca, chispa, una superficie acuática, pero lumbre no tengo le dije ni podía tener algo que no sabía qué era... Y la propia mujer desapareció como un cuerpo luminoso, por la abertura de un techo, por el orificio de entrada o salida del vapor, por el hueco central del cepillo o la garlopa como si fuera una persona muy notable, una lumbrera, o un palco en la plaza de toros... y me dijo al saludarme que la vejez era y no era, que era lumbre de vivos y brillo de muertos.
Estuve vagando con todos mis años encima por avenidas y azoteas, barcos y cines, bares y montañas, nubes y escondites, buscando a los viejos, con la ansiedad de que aparecieran, que me gritaran algo, que me salvaran de la agonía, que me trajeran al menos la tranquilidad de verlos para llevarlos de regreso a casa pero no pudo ser, se habían perdido, se me habían perdido unos viejos en la Plaza de San Francisco, en medio de un enjambre de palomas y gorriones y no los había podido encontrar hasta que un viejo igual a mí revendedor de periódicos me dijo: "Oiga joven Usted tiene cara de haber perdido a unos viejos, verdad"? Y le dije que sí, que los estaba buscando porque los había perdido y me dijo enseguida: "Todos nosotros también, los encontrados buscamos los perdidos". Y se fue buscando lo perdido, como el callado que es el que habla, el parado que es el que está sentado, el joven viejo, el viejo joven, el Castillo de Atarés mirando con sus dos torres cómo un muchacho lanza una piedra china encima del agua de la bahía y cuenta la cantidad de saltos... el castillo preguntándonos a todos si sabemos qué es la vejez.
Me fui a buscar la profusión de profesiones pero los viejos no estaban con los artesanos, los pintores, los encofradores, los limpiabotas, los artistas, ni con los escritores, allá donde están los tocadores gallegos de gaita (de gaita gallega), los vendedores ambulantes, los dulceros, los maniseros, los músicos y cantores, aquellos que lustran los pasamanos de las escaleras, los editores, los lectores, los libreros (debían estar entre los libreros, pero no estaban) y me dijeron: "Búsquelos entre las flores"... Pero entre las flores no estaban ni estaban en los jardines colgantes de los balcones, ni en los canteros interiores ni exteriores, ni en las aceras con las vendedoras de flores, ni en las florerías llenas de flores, ni en el antiguo cementerio, no estaban, se habían escapado a algún lugar pero allí tampoco estaban...
Y me indicaron: "Búsquelos entre los soñadores", pero no estaban ni despiertos ni soñando, ni en los trasnochadores ni entre los acomodadores dormidos de cine, ni entre los doctores, ni siquiera entre los olores, su olor no estaba allí tampoco... "El viejo de larga barba, que repite siempre la última palabra que Ud. dice..." le dije a alguien y me dijo: "Como nosotros, que decimos algo y nos quedamos repitiendo la última palabra, somos los viejos ecos, ecos, ecos...". Y siguió repitiendo la última palabra. Y me dijeron tantas variantes que me puse a mirar desde el mismísimo muro del malecón viendo entrar y salir chalupas de pescadores, barcazas de prácticos de puerto, lanchas de transporte, barcos de gran calado, buques de marineros, cámaras de camiones, maderos de santos, todos flotando encima del agua de la bahía pero no estaban los viejos, probablemente se habían ido ya después del ocaso a dar limosna a los menesterosos comida a los perros, leche a los gatos. Se habían ido porque allí no estaban y me vociferaron unos pescadores: "Aquí todos se han ido, esos viejos y los otros, porque ya no están".
Entonces apareció la muchachita de ojos de esperanza, verdes como la hierba del jardín donde hemos sembrado las rosas y me dijo: "Usted que busca a los viejitos, viejo también es y no los encuentra porque no sabe lo que es la vejez" y ella tenía un cartel que le colgaba del pecho, de los pechos hermosos de vírgen y mujer, que decía que cambiaba globos por botellas, globos para volar como Matías Pérez y botellas para que los ciegos pudieran ver desde el fondo de las botellas de todos los colores el color de la vejez y quise hablar con la muchacha pero desapareció metida en una botella por donde mismo había venido que era por la mar encrespada rellena de medusas, ballenas y globos inflados como pompas de jabón y fue que ví dentro de aquel museo tres pintores que se disputaban la primogenitura de las definiciones y uno de ellos dijo señalando con el índice: "Vaya a preguntar al negro de la esquina caminando por Prado qué es la vejez".
Y allá fui, hasta Prado y Trocadero y me dijo el negro viejo pintor de brocha gorda: "El único lugar donde usted no ha buscado a los viejos es dentro de Ud. mismo... siga buscando que allí puede que estén". Y los busqué por todo un tiempo eterno e infinito dentro de mí mismo, por los siglos de los siglos y no los encontré, los sentí cerca tal vez algún día pero no los pude tocar, no eran ellos, eran otros, los originales se me esfumaron como en la plaza, se perdieron entre la muchedumbre de turistas, se me fueron, los años detrás de los viejos y ellos se me desaparecieron, pasaron, volaron, los perdí, no los pude encontrar, lo último que supe de ellos fue que gritaron como nunca gritara Lutgarda la Maestra, dijeron lo mismo que ella pero a gritos, unos gritos como sonido de trombones, como pólvora quemada, como quejas de delfines, gritos dentro de mí: "Yo fui lo que tú eres, tú serás lo que yo soy".
Y se fueron diciendo aquello como un sonriente coro griego, aquellos viejos tiempos se fueron, irreversiblemente ya pasaron y lo único que me quedaba de ellos era la constancia de su existencia, el recuerdo, un recuerdo fértil, duro como roca que quiere irse pero es incapaz de hacerlo, que se quiere marchar pero se queda, que deja una estela en otros, una especie de mareo de puente de madera sobre río bravo, una página escrita, un epitafio, una foto, una lágrima, un intento... una solicitud de viaje sin regreso, un yo no sé. Y se llevaron con ellos la vejez que es un concepto según dicen que no existe realmente y por lo tanto no se puede encontrar...
Y me dí cuenta que los que habían hablado eran los callados, los frescos jóvenes eternos, los enérgicos poetas desentonados, los sonrientes juguetones, que se sentaban alrededor de ellos mismos aclarando conceptos, custodiando a los viejos perdidos y a la vejez misma, diciéndonos a gritos que aquellos viejos no han existido nunca porque la vejez es nada más que un momento de la eterna juventud y que los viejos mismos son más viejos que ayer pero menos que mañana y me dijeron que no los buscara más ni dentro de mí ni fuera tampoco, que me quedara en la plaza para leer el poema que estaba grabado en la pared del convento de San Francisco de Asís, "el varón que tiene corazón de lis, alma de querube, lengua celestial, el mínimo y dulce Francisco de Asís... y me pusiera a oir el revolotear de las palomas, el relinchar de los caballos de paseo, el olor de los maderos flotantes de la bahía para que me acordara que todo esa búsqueda no había sido inútil y se había iniciado solamente una vez, solo un segundo antes de que tuviéramos en la cabeza la primera canción de cuna y el primer destello de luz de los que habían nacido. Y que con aquello encontrado no nos sentíamos ni viejos ni teníamos por cama la vejez, sino un colchón de alpiste para canarios danzando en el silencio de los quelonios, un alma de mujer cantando a mediodía, un rayo de oro, un cálido vapor que se deja tocar por los labios y permanece, un deseo de seguir siendo, de amar más que ayer, de desear sumergirse en el océano y flotar allí boca arriba mirando las nubes infinitas para que vengan a salvarte los hipocampos y las ballenas...
martes, 19 de febrero de 2008
Lutgarda y los gritos
Publicado por Aguaya en 11:48:00 p. m.
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