Estaban despiertos allí, durmiendo la espera de las noches solitarias para al otro día recibir a los visitantes con el único deber de todo arte, tener un público delante capaz de admirar y recibir al mismo tiempo lo más valioso que tiene el ser humano: el deseo infinito de saber y hacer siempre algo más. Claro que me refiero a esos tres villareños que son Wilfredo Lam (Sagua la Grande), Amelia Peláez (Yaguajay) y Carlos Enríquez (Zulueta)...
El salón del segundo piso del Museo de Arte cubano tiene una estancia justa para Lam con sus acertijos geométricos tipo Picasso, sus incógnitas cubistas y rectas, su deseo de expresar con los grises y ocres aquella mezcla de chino con negra que le dio la tez sin arrugas y le permitió pasar como un isleño en una sociedad desarrollada que lo admiró no solo por su color sino por su destreza... Lam es algo inesperado, majestuoso, enigmático y agradable porque en el fondo no hace otra cosa que sacar fuera de su alma el trabalenguas de un laberinto que nadie sabe por dónde comienza y cómo va a acabar. Salió de su pueblo natal y murió lejos en una ciudad sin su sol caliente, sus aguaceros y su mar, enredado en exhibir el último respiro desde su silla de ruedas, en una jungla de papel, muriendo vivo con la sonrisa de un Morgan Freeman mulato, su cabellera de cabellos caracolados, sus uñas largas y sus labios abiertos, un poeta para una exhibición de adultos, ese mismo que sigue viviendo en New York, París, Madrid, sin fronteras, campestre y fértil como caimito maduro como advirtiendo que somos algo y que el mundo del arte no puede vivir sin los cubanos.
En Amelia los colores son más indescifrables, pero todo el que la admira sabe que se trata de una mujer buena, una nodriza que no se deja engañar por la luz y se esconde de la mirada de los soles para ver desde la penumbra lo único que le interesa: el corazón y la mente del otro. Ella nos está llamando desde el fondo de nuestra casa, en la otra calle detrás de los jagüeyes inmensos, en el taller de artesanía para enseñar a los niños y en la casa blanca que sube la cuesta de la calle donde vivimos... La sorpresa es que era tan villareña como el anterior pero blanca de tez, regordeta y sonriente, apacible y dicharachosa, nadando siempre en el asombro de dejarse admirar, para que todos supiéramos después que tenía algo en la mano y en el rostro que nos iba a legar algún día en alguna sala museable, toda la vida encerrada en las cuatro paredes de sus cuadros hermosos, sus artesanías toscas y finas, su aspiración a ponerlas en jarras y platos para que alguien las viera tal como son...
El otro coterrráneo nos invitaba en este paseo con su corte de obras en las que destacaban Las Bañistas de la Laguna, un Paisaje Criollo, Eva en el Baño, Combate, el Retrato de María Luisa Gómez Mena, sus Campesinos Felices, aquella Goyesca, los Desnudos, Bilitis, el Crimen en el aire con guardias civiles, Un día y a una hora, Primavera Meteorológica y aquel portentoso óleo sobre tela de 162,5 X 114,5 cms. en el que no se sabe quién se lleva a quién a horcajadas sobre los caballos briosos, si son los hombres de banderola cruzada y fusil con bayoneta, sombrero calado y fusta o son las mujeres desnudas y sedientas que les sirven de inspiración para el rapto... Allí, encima del camino infinito del campo cubano, en medio del semillero de palmas reales, colores difusos, aliento de seres y cascos encabritados, forcejeando entre el deseo y el deber, el impulso y la negativa, la violación y el placer, el intento y la realidad, estaba aquella obra invitándonos a meternos dentro del marco que le sirve de soporte, a correr la suerte de los perseguidos o los rastreadores, a enderezarnos sobre la hidalguía de no dejarse arrastrar por otros o ceder ante tamaña alegría diciendo sin dudas que El Rapto de las Mulatas es una hendija por donde Carlos Enríquez se nos mete en la esclerótica del ojo y desde allí cabalga, viola, suelta las crines de los animales en celo y nos declama: algún día me veréis en reproducciones varias veces al día durante meses seguidos y no se darán cuenta de que este original vale bien la visita también alguna vez...
Wilfredo Lam, el mulato tercer mundista que nació en un pueblo de campo lleno de polvo y sol se fue a morir a París lejos bien lejos y le despidieron en una lengua que no era la de su país de origen, Amelia Peláez vino a morir a La Habana desde la misma provincia llevándose sus colores a una tumba incolora, sin ruidos y sin público mientras Carlos Enríquez hizo lo mismo que ella y se perdió entre botellas de ron allá por una casa de madera en la que habita el Hurón Azúl para decirnos que se acabó la noche y comienza a aparecer el día, con el ronquido del relinchar de los caballos, los besos de mujeres que se aman mientras nadan en los ríos y los campesinos reunidos en un guateque de palmas y cañas... No hay dudas: me quedo con los villareños, sentado mirando que son del mismo lugar que el que esto escribe y que no pueden ocultar el único mérito que siempre nos acompaña: tenemos tantas cosas que decir que las decimos todas al mismo tiempo y a veces nadie nos entiende.
Esta obra es tal vez una de las que más he visto en toda mi vida, a diario durante tantos días, gracias a la ingeniosidad de Picasso Segundo Izquierdo, un hábil artesano que la tiene colgada en su refugio europeo y que cuando la mira no piensa en otra cosa que inspirarse en ella para llevar a los hijos a dar comida a los patos que nadan en el río Spree.
sábado, 1 de diciembre de 2007
Estos tres villareños!!!
Publicado por Aguaya en 7:22:00 p. m.
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2 comentarios:
Muy bella la semblanza... y muy elegante el estilo, como del salon de Domingo del Monte...
Deja ver cuándo "el viejo" me manda más cosas. Le gusta mucho escribir...
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