(Este relato me lo envió mi papá hoy para su publicación en el blog de Yvette, Love is the drug, quien esta semana dedica un espacio a historias sobre maletas. Lo pego aquí también...)
El animal estaba allí paseando por entre las hileras de bejucos de boniato sembrados sin darse cuenta que lo estaban observando. Se paseaba orgulloso de su giba (la corcova en el lomo), de su mansedumbre y de su condición de cuadrúpedo. Es difícil quitarse de encima una voluminosa carga de cebo como esa. A cualquier lugar donde usted se dirija digamos va la giba con uno. Y el buen buey lo sabe. La giba es como un recuerdo genético de familia. Nadie escoge la giba con la que le tocó nacer, como tampoco el día en el que le toca viajar de donde no se puede regresar o familia en la que le tocó crecer. De tal giba tal mirada de buey, de tal recuerdo tal persona según le gustaba decir a Michelet sobre todo en sus escritos libres...
Pero no vamos a hablar de genética sino de maletas... Esa giba poderosa que llevamos encima, con la que nos criamos y que difícilmente podamos desprendernos de ella es nada menos que una maleta, tal como la del cebú. No es un rectángulo con ruedas, ni un baúl encorvado por encima, ni un morral para llevar a la espalda, ni una jaba desechable, ni un saco de yute, ni un cartucho, ni un maletín de mano. Es la señora maleta, seis piezas de madera con una asa en el techo, un par de metales con orificios donde ponemos el candado y un letrero que diga: Epifanio González Rivera, Grupo 2, Albergue "El 41", ESB "Simón Bolívar". Una maleta de madera para llevar de todo, un maletón resistente a los golpes y al bamboleo, un aparato que puede convertirse en marímbula musical, en caja para tocar rumba, en asiento, en mesa de dominó, el almohada, en vitrina, en almacén... en cariño para guardar en un atrio, allí donde el polvo hace silencio.
Allí estaba la maleta abierta como si estuviera esperando que la alimentaran, con su tapa de cerrada, apuntalada, diseñada para seguir, pintada de verde o carmelita para ser diferenciada, económica, estilizada, cariñosa, inmaculada, una maleta vírgen que iba a graduarse en cada trabajo voluntario de la escuela al campo, recorriendo campamentos, entrenada para subir a los camiones, entongada, maltratada por los agencieros espontáneos, allí olvidada, con el anuncio en letras de molde del propietario encima... Una maleta aspirante a ser condecorada, olorosa a jabones, cargada con lo que debe llevar un campista moderno para poder sobrevivir a los avatares de la incertidumbre, fuera de la casa de familia, del calor y el beso de la madre antes de que se cierren las ventanas de los ojos por la noche.
Una maleta con su vientre gestado por un tubo de pasta dental, dos jabones (de olor y de lavar), las chancletas (no se te pueden olvidar las chancletas), una gorra, dos camisas, dos pantalones, cuatro camisetas, cuatro calzoncillos, un nylon con galletas, turrones de maní, un guante de béisbol, una pelota poli, un bate de aluminio (para amarrar por fuera a la maleta), dos cuerdas de guitarra, una libreta, dos lápices, un sacapuntas, un lapicero, un sombrero, un cuchillo pequeño, una cuchara, un jarro, un abridor, cuatro pares de medias, un par de zapatos de salir, un par de pañuelos, un perfume de bebito, un desodorante, gárgaras para la garganta, pastillas de aspirina, una cucharita, una tacita, la foto de mamá, la de la novia, un periódico viejo y papel higiénico, sal por si acaso, un pomo con azúcar, otro con miel, un tenedor, el osito para dormir que no lo vean, un espejo, cuchilla para afeitar, una brocha, una máquinita de afeitar para mi único pelo de la barba, un condón, palitos para tender, una soga, un mosquitero, ddt en un spray, ambientador, un sombrero, un par de guantes, dos perritas de juguete, un libro, una pluma, esparadrapo, gasa, yodo en un pomito, polivimit, jarabe para la tos, un ventilador (se lleva en la mano), un radiecito, un florero, un cuadro de pared, un payasito, otra pelota de goma, un martillo, unas puntillas, las pantuflas de dormir, una pijama, una colcha, una sábana, una almohada, una funda, una caja de fósforos, una vela, un abrigo...
Algo se olvida siempre de meter en la maleta... el beso de mamá, el abrazo de papá, una lima para limar, un machete, una soga, aceite para el pan, tomates de ensalada... La maleta es un almacén de tiendas recuperadoras de divisas. Alguien debe haberla inventado ante la necesidad de irnos de la ciudad al campo más a divertirnos que a trabajar... un disco compacto, lápiz labial, una tohallita, una trusa... tiene que ser una madera más bien fuerte y liviana al mismo tiempo, cosa de que cuando la tiren descomunalmente encima del camión, rellena como va no se le abra la barriga como si fuera calabaza tierna... una goma de borrar, una escoba, un cinto, un reloj despertador, un tiraflechas, una muñeca, un par de claves... que tenga un buen cierre de candado y que las llaves no permitan abrirla con cualquier pata de cabra... chocolate, huevos, galletas de soda, palitroques, una barra de dulce de guayaba... que sea identificable a simple vista, que no se le borre el nombre fácilmente, bien clavada para que no se le salgan las puntillas... unas curitas para los pies, un pomo de alusil, un cortador de uñas, los espejuelos negros, la boina para por las noches, betún para zapatos, un pañito, el cepillo, tinta negra y carmelita, lápiz para los labios en el invierno, una sombrilla... una mirada dentro como si guardáramos la esperanza.
La maleta tiene que darlo todo, sin pedir nada a cambio. Debe ser servicial, personalizada, lo suficientemente cumplidora para no querer regresar antes de tiempo lo que significa ser sacrificada, humilde y disciplinada, discreta, dispuesta y capaz. La maleta es ese compañero y amigo que va con nosotros arrastrada sin quejarse. Es el recuerdo que llevamos encima, como la giba del cebú, la herencia a la que nunca renunciamos, la maleta concentra la nostalgia de cuando algo fuimos, de quiénes fuimos y dónde estuvimos... "Yo estuve en el Campamento No. 1 en San Luis, en el albergue de la derecha" y allí conmigo mi maleta. Aquella misma que me hizo mi padre, la que me prestó fulano de tal, la que yo arrastré, subí, bajé, metí, guardé, cerré y abrí, la que nunca olvidé, aquella sobre la que hoy vuelan mis recuerdos y aterrizan encima de ella misma, la inolvidable maleta de las despedidas y de las visitas, la que no se me perdió, la que siempre estaba allí, la que duró, la que nunca se fue, la que paseaba sin penas y con glorias, la condecorada, la vanguardia, el maletón del Caballo de Atila, la que no se dejó pintar de otro color que no fuera el verde claro, la que tenía un forro de papel de regalo en el fondo y uno de tela de maleta de viaje como contratapa para meter las fotos, el carné de indentidad y las cartas de la novia...
A tal maleta tal carácter, a tal recuerdo tal inspiración... Por eso debemos decir aquí que junto al monumento al huevo, al chícharo, al pan de cada día deberíamos ir pensando en hacerle algún homenaje a la maleta, esa que ya se ha conformado con no irse del garaje, ni siquiera de la casa, la que no se ha vendido, ni se ha podido comprar, esa que se fabrica con un solo objetivo: acompañar al dueño a la victoria del regreso. Una maleta tosca pero bella, muda pero parlante, capitalina pero del interior, una maleta que no te grita sino que te susurra, que no te impone sino que te invita, una maleta solidaria que sirve hoy de despensa para todo el albergue y mañana también, una maleta alegre y triste, pequeña e inmensa, sucia pero limpia, hecha de polvo de caminos y de perfume de jardines, una maleta que no se puede olvidar tan fácil.
"Allá viene Epifanio, lo sé por su maleta". La trae para mostrarla o buscarla en el lugar donde la tengan pensando siempre en aquel animal al que seguro dice: "Hola cebú, tú nos puedes decir cuán orgulloso estás de esa maleta que llevas encima?".
miércoles, 16 de enero de 2008
La giba del cebú...
Publicado por Aguaya en 10:32:00 p. m.
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