(Esta crónica me la envió mi papá el 29 de Agosto del 2006)
"Me mostrarás la senda de la vida, el goce inmenso que se siente en tu presencia..." SALMO 16 (15) El Señor, mi herencia... Sagrada Biblia, 836.
Los que creemos en la virtud humana como elemento de continuo perfeccionamiento, también reconocemos cuando en nuestra amplitud de vías y de pensamiento los textos y las obras nos indican algún camino verdadero y nos recuerdan que en todos y en cada uno de nosotros hay siempre alguna enseñanza buena que seguir aprendiendo. En el caso de los padres ese aprendizaje es múltiple y sencillo como gota de rocío.
No escogimos la pareja de donde nacimos, ni la época, ni el país, ni el tiempo o el espacio. Fuimos (según Brown "un torbellino de casualidad") todo o nada, un sí que se impuso a un no, una ilusión, una mezcla de estaciones del año con miradas. Cuando supimos deletrear algo con los músculos de la boca y la laringe comenzó a temblar para que nacieran nuestras primeras palabras y el alma se nos saliera por los labios estaban ahí delante, con sus cuatro ojazos mirando cómo movíamos los nuestros.
Nos enseñaron a reir, a correr, a saltar, a aplaudir, a cantar, a llorar, a estudiar, a comer, a dormir, nos explicaron todos los verbos conocidos terminados en ar, en er, en ir, y los no conocidos terminados en or, en ur, nos invitaron a pensar y nos dijeron cuando cumplimos los 50 años: "No llegues tarde que nos quedamos preocupados...".
Los viejos siempre fueron los puros (hoy existen personas que se ponen bravas porque le dicen de saludo esa palabra), los intocables, a los que adoramos como a dioses. Mamá, a la que conocíamos por el olor y por la voz, Papá, a quien sentíamos volver cuando ya las estrellas se habían ido a dormir. Eramos Nené, el ombligo del mundo, el que decidía qué hacer. Muchas veces llamábamos en secreto a la fiebre para que se quedaran más tiempo con nosotros en el cuarto, otras venía el golpe a hacer lo mismo, allá viene la dificultad para que nos la resuelvan, el problema nos tocaba de cerca para ver a los viejos ayudar a resolverlo o quedarse con él de recuerdo. De pequeños los problemas eran pequeños, de grandes los problemas grandes. Un problema problemático probable como decían los relatos del Quijote: los viejos tenían la vara mágica de la tranquilidad para resolverlo.
Cuántas veces nos dieron de comer para que la vida se nos escondiera dentro de la piel. Cuántas veces nos despertaron con aquel consejo que en ocasiones nos parecía inútil (improductivo, ocioso, que no sirve para nada) y que ahora nos hace falta para decirle a alguien qué pensamos sobre esto o lo otro o para advertirnos lo que no se debe hacer. O una receta de cocina: cómo hacer mejor el flan de chocolate o el clásico arroz con pollo. Un arroz imperial, un mínimo y santo majarete de maíz, un bordado pequeño, una costura, algún trabajo artesanal, qué hacer cuando nos sube la fiebre, qué tomar para ese dolor de cervical que nos despierta por la madrugada. Qué cosimiento hace falta. Qué color mejor nos queda en el pelo. Qué tal nos ajusta aquella corbata. Cómo lograr criar unos periquitos en jaula, cómo cazar una mariposa, cómo sembrar una planta, cómo dibujar una circunsferencia con un compás... Ellos sabían de todo, nuestros Aristóteles familiares, nuestros Confucio, nuestros Buda, nuestros Jehová, nuestros Mahoma, los salvadores de nuestra almita niña que iba creciendo y creciendo como los frijoles mágicos. Nuestros mayores tesoros...
Dónde estarán?... Los míos, que nunca se han ido, están reposados en un lugar del cual salen de paseo diariamente y lo hacen con tal velocidad que vienen a sentarse en el portal y están ahí las 24 horas conversando y diciéndome con los dedos y los ojos por dónde no debo ir. Me levanto con ellos y cuando me voy a dormir les pido que me acompañen al país de los sueños, donde viven los eidilas que son unos duendes que siempre se portan bien, llevan de adorno un arito encima del séptimo chakra de la cabeza pero se mueven tán rápido que el arito les cae detrás para posarse cuando ellos conversan con el visitante. Es un relámpago cómico ciertamente: el eidila se mueve a la velocidad de la luz al cuadrado y el arito le cae detrás con tan buena suerte que siempre lo encuentra.
Pero lo mejor de los viejos es aquel malabarismo que tienen para contar cuentos sin fin... unos cuentos llenos de figuras inventadas y de mentiras pasables y bondadosas que cuando no los cuentan nos desesperamos, cuando nada nos dicen los buscamos para que nos lo digan. Tienen el don de la palabra que han usado tan rápidamente siempre que cuando han llegado a cierta edad avanzada ya no les hacemos tanto caso porque pensamos que van a hacernos los mismísimos cuentos de nunca acabar. Y cuando un día ya no los tenemos estamos enfadados y ansiosos por encontrarlos para que nos hagan los cuentísimos mismos posibles que son los que de verdad nos entretienen y nos gustan. Aquel de los animales del zoológico que dice por ejemplo cómo hablan, qué ruido hacen, qué quieren y qué nos recomiendan... "La paloma hace rrruúrrruú y el cocodrilo guashguash y el mono Pancho cuícuícuí...".
Ya una vez estuvimos errados porque nos imaginamos un día que no necesitaríamos ese u otro cuento de aquellos que nos hacían los viejos, pero un día cualquiera sentimos que algo nos falta y es ese cuento precisamente, aquel que no pudieron hacernos. Aquel que no llegamos a saber el final, la calle por donde se había perdido determinado personaje o el oficio real de más cual otro. O qué le pasó al tatarabuelo que no sabemos ni cómo se llamaba. O que parentesco tenía fulanita con menganito que ahora viene zutanita a preguntar por esperancejito y no sabemos quiénes son. Si estuvieran los viejos tendríamos una biblioteca viva y un árbol genealógico de muestra, como mapa de turismo al alcance de la mano y gratuito.
Pero lo que más nos gustaba inobjetablemente era salir con aquella pareja haciendo de columpio caminante. Nos levantaban por los dos brazos y nos enseñaban a volar a ras de tierra o de mar para mostrarnos la diferencia entre caminar y correr. En el primero de los casos los pies siempre estaban sobre el pavimento, en el segundo en un momento ambos estaban en el aire. Era un impulso provocado, una carrera inicial sostenida, un movimiento rectilíneo uniforme, una fuerza descomunal que nos asía y nos elevaba y un vuelo rasante que rompía el aire ambiente, nos despeinaba los cabellos como si fuéramos potros de carrera. Allá vamos de nuevo... zzzúuuummmm y planeábamos sin caer porque allí estaban los dos brazos poderosos de los dioses que no nos dejaban aterrizar.
También nos fuimos modelando en el chapoteo de las manos y los pies dentro del agua del mar (una piscina gigante...) controlado por la mirada de salvavidas que estaba cerca o en la orilla y que no permitiría que nos fuéramos al fondo a buscar durante mucho tiempo los sargazos convertidos en nidos de anguilas. Ese delirio de saber que nunca estuvimos solos nos acompaña durante toda la vida. Fue la obra de los viejos de los viejos, de los viejos de los viejos, de los viejos... Esos mismos sin nombre ni apellidos sino sencillamente aquellas cuatro letras que utilizábamos para que vinieran a socorrernos o para que supieran que estábamos, que ya habíamos crecido y que no necesitábamos de consejos.
Los extrañamos tanto como queremos a nuestros hijos, a los hijos de los hijos de los hijos... En la maravilla de las constelaciones del universo increíble infinitamente existente esos recuerdos están, no se nos pueden haber ido, nos asaltan siempre sin asustarnos, entran sin llamar porque somos o seremos algún día como ellos, como fueron los viejos de ellos o se convertirán lo nuevos en viejos y así como olas que llegan a la costa y vuelven a llegar. Por eso ayer, cuando nos reunimos para celebrar un cumpleaños a uno de esos personajes queridos y vimos tanta gente que lo llamaba, que se acordaba de ella, que le enviaba cartas y regalos, que la tenían en cuenta, fuimos por un momento las personas más felices del mundo. La felicidad es un segundo en que el aro de un eidila se posa encima del séptimo chakra... Y ese segundo no se detiene nunca.
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